viernes, 11 de enero de 2008

La Democracia Cristiana chilena, en plena descomposición



Juan Guillermo Tejeda

Santiago, Chile


El histórico de la DC Gabriel Valdés (der.) sostiene que el partido hoy se parece mucho a la Cosa Nostra.


Expulsan al senador Adolfo Zaldívar, que ya era hora -demasiado provocador el colorín-, y sin ese trozo de la derecha en su interior queda un poco trizada la Democracia Cristiana. Gabriel Valdés, uno de los militantes patriarcales del partido, que ha sido ministro, senador, director de muchas cosas importantes y ahora embajador, reconoce casi psicoanalíticamente que entre ellos hay mucho interés por los cargos pero pocos ideales, y que se están pareciendo demasiado a la Cosa Nostra. Con aún más audacia, Marcelo Trivelli añade que es preciso acabar con la hipocresía, los apitutados y los mediocres.


Sufre y se desgarra la Democracia Cristiana, y con ella sufre también el alma de Chile, porque éste es un país mucho más demócrata cristiano de lo que parece. La Democracia Cristiana ha sabido encarnar durante décadas el sentido común local, la tendencia al término medio, a no definirse mucho en nada y quedar bien con todos, esa cosa chilena como más o menos.


Antes de la Democracia Cristiana eran los radicales quienes estaban a cargo de acolchar la sociedad, de quitarle las aristas a las crueldades de la vida colectiva. A las complejidades del siglo XX con sus guerras mundiales, las amenazas del comunismo y el fascismo, las luchas entre oligarcas y obreros y las crisis económicas, el Partido Radical oponía la belleza serena del asado o la parrillada. Unas relucientes prietas con puré picante regadas con un buen tinto bastaban para distender cualquier ambiente. Los radicales eran más bien morenos, provincianos, de bigote recio, amasonados y bomberiles, gente de palmoteo, de camaradería cordial. Auténticamente republicanos, fueron gran la herramienta que Chile encontró para no caer en alguna dictadura o guerra civil de las que hubo tantas. Los radicales se identificaban con la educación pública, con el ferrocarril, con las instituciones republicanas burocráticas donde los cargos se conseguían precisamente en asados y parrilladas, aunque pese a esos pequeños vicios el sistema respiraba y funcionaba.


Pero a los radicales les ocurrió lo mismo que le pasa hoy a los demócratas cristianos. Su idealismo se fue deshaciendo en parte porque lograron sus propósitos fundacionales: hacer de nuestra sociedad un espacio menos aristocratizante, más laico, con más tejido de clase media. Las prietas cayeron en desgracia por aquello del colesterol y el fitness, los abrigos de piel de camello entraron en desuso, el tango o el bolero fueron arrinconadas por el rock, las familias radicales se subdividieron y la gente dejó de atender a la retórica decimonónica de los homenajes y los brindis.


La Democracia Cristiana fue un invento católico y de colegio de curas que entró a competir por las clases medias en los años sesenta y finalmente se las ganó. El sentido profundo de la Democracia Cristiana era que, en lugar del comunismo o del capitalismo -ambos malos, sobre todo el comunismo- hiciéramos una cosa con casita pareada, citroneta y veraneo en El Quisco para almorzar un pollito con los niños, ojalá muchos niños, y de postre, duraznos en conserva.


Los demócrata cristianos han sido durante decenios la cosa gansa y vagamente conservadora, el me gusta pero me duele, el quiero pero no debo, esa mezcla local de austeridad, timidez, arribismo en chiquitito y devoción por los curas, la miss del colegio y los carabineros de Chile. Con éxito, la Democracia Cristiana ha sabido ser sucesivamente y según las circunstancias anti derechista, anti izquierdista, pro derechista y pro izquierdista. Es un partido que ha tenido todos los odios y muchos cariños tibios.


Pero hoy, cuando el comunismo ya no existe y el capitalismo parece ser todo lo que tocamos en este mundo, los demócratas cristianos no saben mucho a qué dedicarse. Se les ve fatigados, con trajes como provincianos. Lo de ellos era mediar, atemperar, bajar el volumen, ofrecer una tercera vía en un menú bipolar. El menú que en estos momentos nos ofrece el mundo se parece más a un patio de comidas global con muchas opciones distintas y combinables, y allí la Democracia Cristiana no logra añadir un guiso atractivo. El partido está, pues, huérfano de proyecto, y quizá es por eso que Gabriel Valdés echa de menos los ideales, siempre más importantes que los cargos. Como ya no hay pelea por ideales, lo que queda es darse de cuchilladas por los cupos, las embajadas, los nombramientos. Magos del clientelismo político, grandes hormigas de la vida vecinal y regional, del mundo de la oficina, apitutados en pequeño, hoy se van quedando como corpúsculos en suspensión dentro de la nube digital. Les hace mal la erotización de las costumbres, el desprestigio de los curas, la felicidad obscena del mercado. Carecen de horizonte, aunque les queda el estilo. Su tradición comunitaria no calza con el liberalismo ni con la transparencia. La sociedad se ha ido haciendo menos hipócrita, y los inciensos obispales de la Democracia Cristiana han necesitado siempre de opacidad, de zonas encubiertas.


La mutación global acabará sin duda con los demócratas cristianos. Pero no será un declive rápido, por mucho que nos brinden espectáculos penosos. En el fondo de nuestras almas castigadas los chilenos y chilenas llevamos un carabinero en chiquitito, un microclima interior enano con parroquia, una casita pareada comprada a crédito, un cuñado con unos conocidos en el ministerio, una indumentaria ni a la moda ni tampoco pasada de moda y un colegio particular de categoría intermedia para que los niños no se nos mezclen mal. Puede que uno no sea demócrata cristiano, pero da como alivio que el vecino lo sea.

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